viernes, 17 de mayo de 2019

Tolerancia Cero








Por Sixto Castañeira Fernández 


Las Naciones  Unidas han declarado 1995 como Año Internacional de la Tolerancia recordando una frase de Voltaire: “La discordia es el peor de los males que aquejan al género humano, y ese mal sólo tiene un remedio: la tolerancia”.
Con ese motivo se han organizado “trenes de la tolerancia” y distintos premios con la misma denominación, pero también se han publicado libros que tratan de aclarar el alcance y contenido de la “verdadera”, “auténtica”, “mínima”, “bien entendida” tolerancia, lo que manifiesta la ambigüedad de la palabra tolerancia.
            Los filósofos antiguos no tratan ese valor, al menos con ese nombre, pues los valores se van descubriendo históricamente y existen personas muy sensibles a un valor determinado y otras  ciegas a la estimación del mismo. Tampoco se halla entre las virtudes cristianas como la prudencia, la justicia, la libertad, el respeto, la defensa de las propias convicciones y el respeto a las de los demás.
            La tolerancia se presenta como un valor en un mundo envuelto en guerras de religión; su primer tratadista fue Locke con la publicación de la Carta sobre la Tolerancia (1689), en la que reclama la tolerancia mutua de los cristianos de diferentes confesiones religiosas, pero se manifiesta intolerante con la confesión católica. Con Voltaire se impone un concepto negativo de tolerancia por falta de convicciones morales; si no hay una verdad sobre el hombre, se promueve la tolerancia; si Dios no existe, se sustituye la fraternidad por la solidaridad; el relativismo práctico lleva a la indiferencia, a mirar sólo hacia dentro, distanciarse de los problemas ajenos, al conformismo pesimista, al silencio.
            En la antigüedad el estoicismo, que estuvo vigente en Roma durante cinco siglos y su influjo continúa, roza este concepto negativo de la tolerancia;  su lema es “soporta y renuncia”;  el hombre es racional  y puede   obrar de acuerdo con su naturaleza racional, tiene esa libertad, por lo que se siente libre, porque “al que quiere (vivir según su naturaleza) los hados lo guían y al que no quiere lo arrastran”. La felicidad consiste en obrar racionalmente, todo lo demás es indiferente; su determinismo le lleva a no obrar. La virtud que lleva  a la indiferencia absoluta, a mirar hacia dentro, huyendo de los problemas ajenos, y el medio para conseguir la capacidad de resistencia, hasta la impasibilidad, es la tolerancia. Y muchos dieron ejemplo de una perfecta serenidad ante las adversidades y la muerte.
Las conductas humanas se pueden respetar o tolerar. Respetar (respicere,  mirar benignamente los dioses a los hombres)  es volver la vista atrás para ayudar al que lo necesita,  aceptarlo como es, promoverlo si es posible; el buen samaritano ve a un persona malherida, la mira benignamente y le ayuda en su necesidad.
La madre corrige a su hijo, pero lo hace con amor; el maestro acoge al niño como es, sin renunciar a la tarea educativa de ayudarle a ser mejor, mediante la corrección y la exigencia,  con su testimonio, ejemplo, responsabilidad y respeto a los demás.
Tolerar significa considerar a otras personas y conductas como una carga que no hay más remedio que soportar; exige una representación simbólica negativa de la realidad, pues se tolera lo que se considera negativo; tolerar es guardar silencio, aunque se disienta, cuando uno tiene el deber de hablar, sin hacer nada como manifestación de su indiferencia, se tolera lo que se menosprecia. El levita vio al malherido y siguió su camino (a lo suyo), para no contaminarse; la familia puede abandonar a sus hijos a su suerte, despreocupándose de su educación; el maestro puede decir: a este alumno ni caso,  no hay nada que hacer, y abandonarlo  en su capacidad de perfección. El fracaso humano se debe a una sucesión de abandonos, de la familia, de la escuela y de la sociedad que debe aportar una cosmovisión coherente para integrarlo en nuestra tradición cultural.
La tolerancia era una virtud para los estoicos, pero  no es un ideal ni un valor cristiano, porque se origina en la soberbia y el menosprecio. El respeto se origina en una mirada benigna, nacida en el corazón, amable, acogedora, cuya fuente es el amor a Dios y al prójimo. Algunos ponen a San Francisco de Asís como modelo de tolerancia “bien entendida”. La tolerancia, la solidaridad, la esperanza en el porvenir son valores que favorecen la convivencia, pero han sido aislados conscientemente del fundamento cristiano en el que nacieron, en un tiempo de relativismo moral por falta de convicciones. Los malvados también son amigos de sus amigos, solidarios con los de su grupo, tienen esperanza en el porvenir; el cristiano cree en un Dios que le ama, en la fraternidad de los hijos de Dios, en el amor al prójimo (incluidos los enemigos), la esperanza en la vida eterna. El cristiano tiene una comprensión del mundo como totalidad de sentido de su vida y esa cosmovisión cristiana es incompatible con la cosmovisión del relativismo tolerante en el que la vida del hombre termina con la muerte.
 Francisco de Asís tiene fe; su lema: “Soy libre, mi amo es Dios” y amor al prójimo; vive con radicalidad la pobreza evangélica: “Doy lo que recibo. Si no doy más es que no recibo más”. Fue un hombre de un ideal de perfección, el amor a Dios y al prójimo.
            Ahora se da un paso más: La tolerancia cero.
 La tolerancia cero la aplicamos con demasiada frecuencia; cuando dos personas se enemistan una de ellas puede decir: ese, para mí, ha muerto. La muerte como castigo definitivo (se le quita el nombre y se le da por desaparecido, la muerte).
Para los culpables de crímenes nefandos (el hombre es un ser “mirabile et tremens”, el ser más maravilloso y el más terrible) se pide  tolerancia cero; se le degrada, se le despoja de cargos, honores, … hasta de su dignidad sagradaç´+.  Se le hace desaparecer de nuestro horizonte, la muerte civil, y se dice: que se pudra en la cárcel, tolerancia cero. La sed de justicia de la víctima no puede ser saciada ni con la muerte. Si el verdugo y la víctima terminan en la muerte, no hay justicia. La víctima necesita una satisfacción posible, ayuda, no profundizar en el resentimiento, capacidad de perdonar, pues el pasado solo se puede revocar con el perdón; y el verdugo también desea y necesita ser escuchado, capacidad de conversión y una mirada de misericordia. El olvido de Dios late en la tolerancia cero, que no es un concepto cristiano. Dios tiene la última palabra, perdona siempre y espera nuestra conversión hasta el final del camino. La tolerancia tiene un límite y la intolerancia también. Todos somos trigo y cizaña. La tolerancia cero nace del menosprecio a los demás; no es un ideal ni  una virtud cristiana.

                                               Sixto Castañeira Fernández

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