Por Sixto Castañeira Fernández
Las Naciones Unidas han declarado 1995 como Año
Internacional de la Tolerancia recordando una frase de Voltaire: “La discordia
es el peor de los males que aquejan al género humano, y ese mal sólo tiene un
remedio: la tolerancia”.
Con ese motivo se han organizado
“trenes de la tolerancia” y distintos premios con la misma denominación, pero
también se han publicado libros que tratan de aclarar el alcance y contenido de
la “verdadera”, “auténtica”, “mínima”, “bien entendida” tolerancia, lo que
manifiesta la ambigüedad de la palabra tolerancia.
Los
filósofos antiguos no tratan ese valor, al menos con ese nombre, pues los
valores se van descubriendo históricamente y existen personas muy sensibles a
un valor determinado y otras ciegas a la
estimación del mismo. Tampoco se halla entre las virtudes cristianas como la
prudencia, la justicia, la libertad, el respeto, la defensa de las propias
convicciones y el respeto a las de los demás.
La
tolerancia se presenta como un valor en un mundo envuelto en guerras de
religión; su primer tratadista fue Locke con la publicación de la Carta sobre
la Tolerancia (1689), en la que reclama la tolerancia mutua de los cristianos
de diferentes confesiones religiosas, pero se manifiesta intolerante con la
confesión católica. Con Voltaire se impone un concepto negativo de tolerancia
por falta de convicciones morales; si no hay una verdad sobre el hombre, se
promueve la tolerancia; si Dios no existe, se sustituye la fraternidad por la
solidaridad; el relativismo práctico lleva a la indiferencia, a mirar sólo
hacia dentro, distanciarse de los problemas ajenos, al conformismo pesimista,
al silencio.
En
la antigüedad el estoicismo, que estuvo vigente en Roma durante cinco siglos y
su influjo continúa, roza este concepto negativo de la tolerancia; su lema es “soporta y renuncia”; el hombre es racional y puede obrar de acuerdo con su naturaleza racional,
tiene esa libertad, por lo que se siente libre, porque “al que quiere (vivir
según su naturaleza) los hados lo guían y al que no quiere lo arrastran”. La
felicidad consiste en obrar racionalmente, todo lo demás es indiferente; su determinismo
le lleva a no obrar. La virtud que lleva
a la indiferencia absoluta, a mirar hacia dentro, huyendo de los problemas
ajenos, y el medio para conseguir la capacidad de resistencia, hasta la
impasibilidad, es la tolerancia. Y muchos dieron ejemplo de una perfecta
serenidad ante las adversidades y la muerte.
Las conductas humanas se pueden
respetar o tolerar. Respetar (respicere,
mirar benignamente los dioses a los hombres) es volver la vista atrás para ayudar al que lo
necesita, aceptarlo como es, promoverlo
si es posible; el buen samaritano ve a un persona malherida, la mira
benignamente y le ayuda en su necesidad.
La madre corrige a su hijo, pero
lo hace con amor; el maestro acoge al niño como es, sin renunciar a la tarea
educativa de ayudarle a ser mejor, mediante la corrección y la exigencia, con su testimonio, ejemplo, responsabilidad y
respeto a los demás.
Tolerar significa considerar a
otras personas y conductas como una carga que no hay más remedio que soportar;
exige una representación simbólica negativa de la realidad, pues se tolera lo
que se considera negativo; tolerar es guardar silencio, aunque se disienta,
cuando uno tiene el deber de hablar, sin hacer nada como manifestación de su
indiferencia, se tolera lo que se menosprecia. El levita vio al malherido y
siguió su camino (a lo suyo), para no contaminarse; la familia puede abandonar
a sus hijos a su suerte, despreocupándose de su educación; el maestro puede
decir: a este alumno ni caso, no hay
nada que hacer, y abandonarlo en su
capacidad de perfección. El fracaso humano se debe a una sucesión de abandonos,
de la familia, de la escuela y de la sociedad que debe aportar una cosmovisión
coherente para integrarlo en nuestra tradición cultural.
La tolerancia era una virtud para
los estoicos, pero no es un ideal ni un
valor cristiano, porque se origina en la soberbia y el menosprecio. El respeto
se origina en una mirada benigna, nacida en el corazón, amable, acogedora, cuya
fuente es el amor a Dios y al prójimo. Algunos ponen a San Francisco de Asís como
modelo de tolerancia “bien entendida”. La tolerancia, la solidaridad, la
esperanza en el porvenir son valores que favorecen la convivencia, pero han
sido aislados conscientemente del fundamento cristiano en el que nacieron, en
un tiempo de relativismo moral por falta de convicciones. Los malvados también
son amigos de sus amigos, solidarios con los de su grupo, tienen esperanza en
el porvenir; el cristiano cree en un Dios que le ama, en la fraternidad de los
hijos de Dios, en el amor al prójimo (incluidos los enemigos), la esperanza en la
vida eterna. El cristiano tiene una comprensión del mundo como totalidad de
sentido de su vida y esa cosmovisión cristiana es incompatible con la
cosmovisión del relativismo tolerante en el que la vida del hombre termina con
la muerte.
Francisco de Asís tiene fe; su lema: “Soy
libre, mi amo es Dios” y amor al prójimo; vive con radicalidad la pobreza
evangélica: “Doy lo que recibo. Si no doy más es que no recibo más”. Fue un
hombre de un ideal de perfección, el amor a Dios y al prójimo.
Ahora
se da un paso más: La tolerancia cero.
La tolerancia cero la aplicamos con demasiada
frecuencia; cuando dos personas se enemistan una de ellas puede decir: ese,
para mí, ha muerto. La muerte como castigo definitivo (se le quita el nombre y
se le da por desaparecido, la muerte).
Para los culpables de crímenes
nefandos (el hombre es un ser “mirabile et tremens”, el ser más maravilloso y
el más terrible) se pide tolerancia
cero; se le degrada, se le despoja de cargos, honores, … hasta de su dignidad
sagradaç´+. Se le hace desaparecer de
nuestro horizonte, la muerte civil, y se dice: que se pudra en la cárcel, tolerancia
cero. La sed de justicia de la víctima no puede ser saciada ni con la muerte.
Si el verdugo y la víctima terminan en la muerte, no hay justicia. La víctima
necesita una satisfacción posible, ayuda, no profundizar en el resentimiento,
capacidad de perdonar, pues el pasado solo se puede revocar con el perdón; y el
verdugo también desea y necesita ser escuchado, capacidad de conversión y una
mirada de misericordia. El olvido de Dios late en la tolerancia cero, que no es
un concepto cristiano. Dios tiene la última palabra, perdona siempre y espera
nuestra conversión hasta el final del camino. La tolerancia tiene un límite y
la intolerancia también. Todos somos trigo y cizaña. La tolerancia cero nace
del menosprecio a los demás; no es un ideal ni
una virtud cristiana.
Sixto
Castañeira Fernández
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