LA FE EN LA CREACIÓN Y LA VIOLENCIA DEL MAL. LA MIRADA DE DOS TEÓLOGOS Y UN EPÍLOGO
Artículo publicado en LUCUS de Asacre
Por Arsenio Alonso
Rodríguez
LA FE EN LA CREACIÓN Y LA VIOLENCIA DEL MAL. LA MIRADA DE DOS TEÓLOGOS Y UN EPÍLOGO
Por Arsenio Alonso
Rodríguez
Resumen :
La
violencia que sufre la entera creación constituye uno de los argumentos del
ateísmo contra la existencia de un Dios Padre y Todopoderoso. El presente
ensayo estudia a modo de síntesis el pensamiento de Andrés Torres Queiruga y
Juan Luis Ruiz de la Peña acerca del papel de la teología cristiana en este
tema y una valoración crítica de su pensamiento. Por último, se recogen
aspectos esenciales de la fe cristiana católica que no debieran faltar en una
teología del dolor.
Abstract :
The violence that has occured throughout
creation constitutes one of the arguments in atheism verses an all powerful
lord. This essay gathers together the thoughts of Andrés Torres Queiruga y Juan
Luis Ruiz de la Peña about the role of christian theology over that premise and
a critic consideration of both ways of thinking. Finally, it summarizes
essential elements of the christian catholic faith that should not be excluded
from a theology of suffering.
I.- Dos teólogos a la búsqueda de la originalidad cristiana.-
1.- Andrés Torres Queiruga[1]
Cuatro
peguntas y unas observaciones críticas pretenden sintetizar el pensamiento del
autor en el tema que nos ocupa. (LUCUS, Nº 4, 2005, pp. 9-22)
1.1- ¿Qué puede decir el teólogo?
En
un primer momento la teología debe asumir un papel terapéutico similar al que
asignaba Wittgenstein a la filosofía , que es curar las enfermedades del
lenguaje, desmontando falsas construcciones o enunciados sin sentido. El mal no
es un problema a resolver sino un
misterio a esclarecer. Se reduce el mal a problema cuando se pretende
conocer el sentido preciso de cada concepto y donde la respuesta puede ser
encerrada en la estrecha y tajante alternativa del dilema. Se sabe quién es
Dios (Dios=objeto), qué quiere, qué no quiere, qué mundo podría o no podría
crear, qué es el mal,...
El
dilema de Epicuro es un caso de mal reducido a problema: “O Dios quiere quitar
el mal del mundo, pero no puede. O puede, pero no quiere quitarlo. O no puede
ni quiere. O puede y quiere. Si quiere y no puede es impotente. Si puede y no
quiere, no nos ama. Si no quiere ni puede, no es el Dios bueno y además es
impotente. Si puede y quiere –y esto es lo único que como Dios le cuadra-, ¿de
dónde viene entonces el mal y por qué no lo elimina?”[2] Este
modo de argumentar servirá como material de desmontaje y crítica dejando al
descubierto
sus
prejuicios absurdos y contradicciones para llegar así a un planteamiento
correcto. No se pretende arrogantemente solucionar el problema del mal, sino
por el contrario, poner modestamente al descubierto su misterio liberándolo de
construcciones artificiales.
Un
segundo momento, estrictamente teológico, intentaría “descubrir positivamente,
en la revelación viva del Evangelio, la actitud de Dios frente al mal, y por
consiguiente, situar a su luz nuestra actitud, nuestra acción y nuestra
esperanza.”
1.2.- ¿Cómo interrogar a Dios desde el dolor?
Fijémonos en los dos extremos del dilema epicúreo para desde
ahí desenmascarar los prejuicios y situar correctamente la pregunta. Dios puede
pero “no quiere”. Quien pregunta, ¿por qué me manda Dios esto a mí, por qué me
castiga, por qué permite,... está partiendo
del prejuicio que dice, Dios quiere pero no puede. Se reduce
el miste rio del mal a mero
problema en la medida en que quien formula la pregunta ya sabe la respuesta.
Este presupuesto juega principalmente a
nivel emotivo y no consciente y modela con devastadora eficacia la
precomprensión cristiana de Dios hasta tal punto que justifica el que en
ocasiones pueda hablarse de masoquismo cristiano o de sadismo teológico. Dios
quiere pero “no puede”. Es la otra alternativa del dilema. El autor hace
observar que una idea de Dios que se alimentara y asimilara
de verdad a partir de su aparición en Jesús
de Nazaret –el bueno, el compasivo, el que sirve, el que ama sin medida-,
tendría por fuerza que inclinarse espontáneamente por este extremo del dilema.
El teólogo compostelano hará una encendida apuesta por esta última opción. La
otra respuesta puede parecer más inteligente, pero es menos cristiana.Sometamos
la expresión “Dios quiere pero no puede” a un proceso de desenmascaramiento
dejando al descubierto las trampas del lenguaje.
Lo primero que observamos es que el
presente enunciado, aunque aparentemente signifique algo, sin embargo en rigor
no dice nada, es una proposición sin sentido, contradictoria, absurda, en suma.
Se trata de un enunciado equivalente a “Dios no puede hacer un círculo
cuadrado”. Dios sólo puede crear seres finitos. La creación toda ella es no
divina y por tanto toda criatura es finita, limitada. Con ello se quiere llegar
a una intuición fundamental: que lo finito no puede ser perfecto. Sólo el
infinito, que es Dios, es ser perfecto. Los binomios finito imperfecto y
perfecto-infinito coinciden. Ahora bien, el siguiente paso consistirá en
afirmar que la finitud tiene por fuerza, (necesariamente, inevitablemente) las
puertas abiertas a la irrupción del fracaso, al mal.
Puesto que el mundo no es Dios, no puede
ser Dios, por eso en él aparece inevitablemente el mal. El mal constituye la
condición estructural que hace inevitable la aparición de los males concretos.
De ahí se derivan el mal físico, como consecuencia de los inevitables desajustes
de la realidad finita en su funcionamiento (lo no perfecto no puede funcionar
perfectamente,...) y el mal moral, como
posibilidad inseparable de la libertad finita (una libertad finita no
puede ser perfecta). El autor se hace eco de la grave dificultad que supone el
convertir el mal moral en necesidad física, ¿No dejaría, por lo mismo, de ser
moral? No responde. Se apela al misterio de la libertad. Su pensamiento se
resume en la siguiente ecuación: condición finita del ser creado ß lo creado
por definición es limitado (=imperfecto= deficitario) ß Forzosidad óntica del
mal ß dolor, sufrimiento. Donde cada término de la fórmula se sigue
necesariamente del anterior. Cómo hablar correctamente a Dios y de Dios desde
la experiencia del sufrimiento, nos interrogábamos más arriba. Ahora ya estamos
en condiciones de articular con rigor la pregunta. Una pregunta mal hecha: ¿Por
qué Dios pudiendo crear un mundo totalmente bueno y perfecto, creó este mundo
malo y cargado de sufrimiento? Pregunta correcta: ¿Por qué Dios, sabiendo que
el mundo, al ser finito, y por tanto necesariamente herido por el mal y el
sufrimiento, se decide no obstante a crearlo?
1.3.- ¿Pero vale la pena este mundo finito?
El dilema ya no está en si crear un mundo
bueno o un mundo malo. El dilema auténtico está en si crear o no crear,
sabiendo que el crear implica, por necesidad absoluta, la presencia del mal. La
orientación de la respuesta mirará en una doble dirección: del mundo a Dios y
de Dios al mundo.
Partiendo del hombre, es fácil comprender
que a pesar de que en ciertos momentos parece eclipsarse el sentido de la vida,
el hecho común de que hombres y mujeres de todos los tiempos se aferren a la
existencia y se esfuercen por todos los medios por seguir viviendo, es un sí
rotundo al referéndum sobre el sentido positivo de la creación. De hecho, en el
mundo y en la historia nos brilla a pesar de todo la presencia del sentido, más
fuerte que el no- sentido. Sin embargo es muy difícil que pueda sustentarse ese
sentido frente a los embates del mal si una Presencia más abarcante y poderosa
no aporta los datos de una superior integración. Esta presencia es Dios mismo
que actúa de garante para inteligir este mundo con sentido último.
Mirando de Dios al mundo, el único nivel
racional al que podemos llegar es a postular que si Dios se decide a crear sólo
puede hacerlo por amor a la criatura y sólo el bien puede querer para ella. Lo
cual significa que la existencia vale la pena y por lo tanto el mal no puede
destruirla. El mal es impedimento pero no definitivo. Dios, el Anti-Mal,
siempre está al lado de la criatura y en contra del mal.
1.4.- La posibilidad de la plenitud (¿Cur tam sero?).
Toda la argumentación vista hasta ahora se
apoya en la imposibilidad estructural de la criatura –debida a su finitud- para
ser perfecta, sin fallo, sin dolor, sin mal. Pero nosotros (cristianos) creemos
en la salvación, es decir, en un estado donde el mal desaparezca completamente:
“El enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto
ni dolor, pues lo de antes ha pasado” (Ap 21,4). A raíz de aquí surge la
pregunta, ¿si va a ser posible al final, por qué no ya ahora? ¿Por qué esperar
tanto(¿Cur tam sero?). A esto hay que decir que resulta evidente a nivel de
puro principio abstracto pero ignora la mediación de la historia, la necesidad
del tiempo y su “pedagogía” como factor esencial en la constitución de la
libertad finita. Qué en el hombre se da la posibilidad absoluta de ser
plenamente feliz resulta innegable (por eso, a pesar de todo, el mundo vale la
pena). Pero que esa posibilidad sea actualizable en cualquier momento, eso ya
no se sigue sin más. Que la salvación plena sea posible al final, en la
transhistoria, no quiere decir que lo sea en la historia. Si Dios no realiza ya
desde ahora –desde el principio- la salvación del hombre, es sencillamente
porque resulta
imposible. Y resulta imposible porque
entonces no habría hombre que salvar, no habría sujeto de la salvación. A la
esencia del hombre pertenece la historicidad, el libre y responsable construirse
a sí mismo en la distensión del tiempo. Ser hombre es hacerse hombre. El
respeto a la legalidad y la maduración de nuestra historia no es “voluntad” de
Dios sino la necesidad de la finitud: la condición de posibilidad de nuestra
existencia, porque sólo si existimos puede Dios mismo regalarnos su
felicidad.
1.5.- Observaciones al pensamiento del autor:
a) El autor va más allá del modesto
objetivo inicial que se había propuesto. ¿No se ha diluido el misterio? ¿No se
ha explicado ya el mal y detectado su origen?
b) Por otro lado, la inevitabilidad del mal
fruto de la ecuación finitud ß imperfección ß mal (sufrimiento, dolor)
infravalora en exceso la realidad del pecado (el poder letal de la amartía) y
correlativamente en la misma proporción pierden peso la culpa y la libertad
humanas.
Emerge de esta concepción una idea o modelo
de hombre demasiado pequeño, inocente y pasivo (dominado). Por el contrario, no
es esa la visión cristiana del hombre creado a imagen y semejanza de Dios mismo
y por el misterio de la encarnación redimido y elevado a la dignidad de hijo en
el Hijo y amigo de Dios mediante el derramamiento de su Espíritu. ¿No es el
hombre “el modo finito de ser Dios”? (Zubiri).¿No es el interlocutor de Dios en
la creación? ¿Salvación, según la fe cristiana, no es también sanación y
redención de la amartía que nos habita y aliena?
c) Aun reconociendo la parte de razón, en
particular, el tema de la finitud y el hecho de que, si Dios quiere un mundo se
seres libres lo expone radicalmente al mal, no caben silenciar otras críticas
que se le han hecho. Se le ha incluido en la nómina de filósofos
postcristianos, es decir, de pensar una filosofía que “se ha emancipado de la
tutela de la fe y retorna a un planteamiento puramente racional del problema
del mal, si bien con reminiscencias cristianas y aun con el intento de salvar
la fe con la razón. Se le reprocha, pues, el excesivo racionalismo y el
divulgar, haciendo suya la tesis de Leibniz[3].
Se le imputa el recortar la libertad de Dios al crear ignorando la contingencia
como rasgo de la finitud que es lo que permite concebir otros mundos posibles.
Desde la filosofía analítica se le objeta que la equiparación de los binomios
finitud-perfección y círculo-cuadrado aunque pueda ser difícilmente factible no
es contradictoria desde un punto de vista lógico. “No hay nada de
contradictorio, lógicamente hablando, en la idea de que el mal se halle ausente
de un mundo finito por improbable o inverosímil que ello pudiera parecernos
desde un punto de vista fáctico”.[4] Por último, la escatología cristiana recuerda que los
bienaventurados siguen siendo seres finitos/limitados, lo que no quita para que
en la nueva Jerusalén no haya ya “muerte, ni gritos, ni fatigas” (Ap 21,4). “De
acuerdo con que la finitud conlleva limitación. Pero por qué la limitación ha
de conllevar dolor? De ser así, la vida eterna como situación de dicha
absolutamente felicitante (¡sin asomo de desdicha!) sería metafísicamente
imposible”[5]
2. Juan Luis Ruiz de la Peña (1937-1996).-
Podemos sintetizar el pensamiento del
teólogo asturiano en los apartados que siguen.[6]
2.1.- ¿Qué puede decir el teólogo?
No debe demorarse en cuestiones
terminológicas acerca de qué sea el mal. ¿Qué es el mal, lo malo? No lo
sabemos. El mal es indefinible, inabarcable. Sin embargo lo que justifica el
uso del término es
que sabemos que el mal en todas sus
manifestaciones multiformes segrega siempre dolor. No explicar pues, el mal,
sino ir a lo que es específico de la teología y sólo de ella, a saber: “Indagar
cómo pueda ser posible creer –si en verdad es realmente posible- desde la
experiencia del mal”, iluminar la compatibilidad de fe y dolor. El autor
constata “el fracaso” y “el saldo decepcionante” que arrojan las
investigaciones filosóficas (teodiceas) y la desmesura en que incurrieron las
teologías clásicas que de modo “insoportable” hablaron donde debieran haber
callado.
De tejas abajo, desde la pura inmanencia,
solo resta pesimismo acerca del poder de la razón humana a la hora de arrojar
luz sobre el problema que nos ocupa. La desoladora sentencia de Henry-Levy, y
que el autor copia literalmente, parece ser
la única alternativa sensata: “El mundo es un desastre cuya cima es el hombre…
y el soberano bien es inaccesible…somos los cautivos de un círculo sin salida,
donde todos los caminos conducen al mismo infalible abismo”[7].
Con el fin de destacar y deslindar por
contraste la originalidad de la cosmovisión cristiana el autor resalta las dos
actitudes posibles ante el mal en el horizonte de la secularizad: a) existe el
mal, luego no existe Dios y, por ende, no hay sentido. El mal funciona aquí
como antiteodicea. Pero el mal puede funcionar también b) como pro-teodicea.
Existe el mal, luego tendría que existir Dios si no se quiere renunciar a la
idea de un universo con sentido o al postulado ético de la justicia universal.
Así pues, el mal, “roca del ateísmo”,
tampoco es un argumento concluyente contra Dios.
Volviendo al asunto que nos ocupa, nos
preguntábamos más arriba si era posible creer en Dios desde la experiencia del
sufrimiento. Esta era la pregunta genuinamente teológica. Pues bien, la
respuesta está supeditada a esta otra pregunta: ¿cómo ha vivido Jesús la
experiencia del mal? Esto es así porque Jesús es la revelación última y plena
de Dios en la historia humana. Observando el mal en la vida de Jesús se
concluye que sí, que es posible creer en Dios porque Jesús también creyó. Y
creyó desde el porqué sin respuesta empírica posible, al igual que Job, al que
“iguala y sobrepuja en el último tramo de su historia”. Al igual también que el
Siervo sufriente del Deutero-Isaías. No obstante, es de notar cómo el último
Ruiz de la Peña, introduce un cambio de apreciación respecto a los dos modelos
veterotestamentarios: el modelo que pregunta por qué (Job) y el que pregunta
cómo (Siervo sufriente, Siervo de Jahvé). Pues bien, entre los dos elige el
modelo del Siervo. Es decir: “Prefiere
entregarse confiadamente a un destino doloroso que no comprende, a exigirle a
Dios una explicación; sabe (desde la oscuridad de la fe) que el dolor solidaria
y amorosamente asumido no será en vano, que esa entrega no ocurrirá a fondo
perdido, sino que pondrá en marcha un dinamismo salvífico… Y esto es todo”. En
la última etapa del autor Jesús no habría asumido los dos modelos sino sólo
uno. No el del grito airado, el de la pregunta desgarrada de Job, sino el de la
figura mesiánica del Siervo (Is 42-53). El Siervo enmudece ante el dolor (“la
muerte es muda y hace mudos”, nos dirá en otro lugar) pero nos muestra el cómo
sobrellevar el dolor, cómo asumir el sufrimiento injustificado” y el para qué :
“El dolor del Siervo no es sin sentido: tiene un alcance redentor… El misterio
resta intacto, pero ahora se ilumina con una donación de significado que lo
rescata del absurdo”[8].
¿Pero por qué esto es así? Porque aún no se
ha dicho lo más decisivo. Que todo cuanto acabamos de afirmar sobre Jesús y su
experiencia del mal se puede y debe afirmar de Dios. “Aquí se emplaza el
escándalo más insoportable del cristianismo; el que, amén de repugnar a judíos
y gentiles, horrorizó a Arrio y a Nestorio: que en Getsemaní sufrió Dios, que
en el Gólgota murió Dios”. La imagen que emerge de la figura de Cristo es no la
de un Dios apático sino la de un Dios que compadece y consufre, que está en la escena de la
historia humana “no causando, enviando o permitiendo el mal, sino sufriendo en
mí y conmigo; tampoco suprimiéndolo, sino mostrándolo asumible. Desvelándome
que incluso en ese mal hay un sentido o, mejor, que a través de esa noche
amanece la aurora de la salvación”.
Ya se había hecho notar más arriba del
escepticismo radical de Ruiz de la Peña sobre las posibilidades de la razón
humana para acometer el enigma del mal. Y, por ende, su apuesta por el Siervo
sufriente que enmudece y no abre la boca, figura que “se cumple con creces” en
Jesús. ¿De dónde, pues, procederá la luz que esclarezca y confiera
significatividad o sentido, aunque no explique, el misterio del mal? La
respuesta es tajante y excluyente: “El único esclarecimiento posible del
misterio del mal adviene por la vía de la praxis, y no por el de la
elucubración teórica”. La praxis remite a la praxis de la fe. Se trata de una
definición teológica de la fe. Una fe además cristológica, vivida al estilo de
Jesús, el Dios verdadero[9].
Es desde la vivencia de la fe, y toda fe por serlo es
relación mística con Dios, ( el autor nos recuerda, a propósito, que Jesús “no
se ha comportado ante el mal como un asceta sino como un místico”) desde donde,
paradójicamente, se “comprende” la incomprensibilidad del mal. En conclusión,
“el mal no es problema a solucionar antes de creer en Dios… no es un problema
soluble teóricamente, sino misterio a esclarecer vivencialmente”.
2.2.- Observaciones al pensamiento de la autor.-
a) ¿Estamos
ante “una renuncia a la razón en nombre de la sola experiencia de la fe”? [10]¿De ser así sería ortodoxa tal postura
desde la teología católica?
b) Una
segunda objeción apunta al diálogo con el mundo del ateísmo (en sus distintas
variantes).Efectivamente, si sólo desde la experiencia mística de la fe se
ilumina el misterio, ¿qué puente habría que tender en el diálogo con el mundo
de la increencia dado que “los gemidos
de dolor y
muerte siguen constituyendo la más contundente objeción contra la fe en un
Creador del mundo sabio y bueno”?[11]
c) ¿No son
compatibles, en mutua fecundidad, las dos figuras de Job y el Siervo en la
persona del Hijo encarnado? Más aún, “Redujo Jesús al silencio las preguntas de
Job o más bien las acentuó?[12]
3.- A modo de epílogo.-
1.- La
teología no debe caer en la tentación de rechazar las aportaciones de la
filosofía acerca de la compatibilidad Dios creador omnipotente y bueno a la vez
y la existencia del mal. La teología natural tiene su legitimidad (Rom 1,20;
Sab 13; Sal 19, etc.) Las distintas teodiceas son otros tantos ensayos de
comprensión de la finita razón humana por inteligir el misterio como misterio.
En este sentido, la teología debe decir no al fideísmo y sus formas.
Por el
contrario, la teología lejos de ser negación de la razón da un paso más
afirmando ésta y trascendiéndola, dejándose iluminar por una voz que viene de
afuera que es la autocomunicación del mismo Dios (revelación) . La fe no anula
la razón sino que la perfecciona y enriquece o eleva. Es “la gran amiga de la
inteligencia” [13]
2.- W. Kasper nos recuerda cómo “ la
encarnación del Hijo implica un trueque: `Siendo rico, se hizo pobre por
vosotros para enriqueceros con su pobreza´ (2 Cor 8,9; cf Gál 4,5; 2,19; 3,13;
2 Cor 5,21; Rom 7,4; 8,3 s). El himno a Cristo de Flp 2,6-11 coincide con la
afirmación de 2 Cor 8,9: “El, a pesar de su condición divina, no se aferró a su
categoríade Dios, al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de
esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como simple hombre, se
abajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz”. De ahí se deduce que la
encarnación aparece interpretada de cara a la cruz y desde ésta. Dicho de otra
forma. “La cruz no es la consecuencia de la conducta terrena de Jesús, sino el
objetivo de la encarnación; no es un apéndice, sino lo que da sentido al
acontecimiento de Cristo y es la meta final de todo lo demás. Dios no se habría
humanado de no haber penetrado en el abismo y en la noche de la muerte… Sólo un
amor omnipotente puede darse totalmente al otro y ser un amor impotente… Siendo
Dios la omnipotencia del amor, puede realizar por decirlo así, la impotencia
del amor; puede entrar en el sufrimiento y en la muerte sin sucumbir a ellos.
Sólo así puede redimir nuestra muerte mediante la suya”. El Deus revelatus se
presenta bajo la alienación del mundo. En la muerte y resurrección de Jesús, el
poder de Dios se manifiesta bajo las condiciones de este mundo: el poder en la
impotencia, la plenitud en el vacío, la vida en la muerte. La revelación de
Dios en la historia de los hombres se hace de modo oculto. “Dios manifiesta su
poder en la impotencia, y su omnipotencia es omnisufrimiento. Su eternidad no
es rígida inmutabilidad, sino movimiento, vida, amor que se comunica a lo que
es diferente de él. Así la cristología del Hijo implica una nueva
interpretación de Dios y un cambio de nuestra realidad al mismo tiempo”[14]
Así, pues, la encarnación del Hijo inaugura
un cambio de nuestra realidad, un cambio óntico, ya que por este trueque
irrumpe ya el Reino de Dios, el nuevo eon, la Nueva Creación en la tensa espera
del aún no de la consumación escatológica (la Esperanza de la “entera creación”
que “gime”).[15] El sufrimiento ya no es absurdo ni vacío, sino que puesto
que ha sido asumido por Dios mismo, cobra un significado salvífico, un valor, y
en esa medida coopera, en la forma de sólo Dios conocida, en la construcción
del Reino de Dios.[16] La tradición viva de la Iglesia así lo interpretó
siempre. La Carta Apostólica Salvifici Doloris, sobre el sufrimiento humano,
(11-2-1.984) es sumamente elocuente.”
El Evangelio del sufrimiento significa… la
revelación de la fuerza salvadora y del significado salvífico del sufrimiento
en la misión mesiánica de Cristo y luego en la misión y en la vocación de la
Iglesia (n.25). “Se convierte en fuente de alegría la suspensión del sentido de
inutilidad del sufrimiento, sensación que a veces está arraigada muy
profundamente en el sufrimiento humano… El descubrimiento del sentido salvífico
en unión con Cristo transforma esta sensación deprimente.
La fe en la participación en los
sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza interior de que el hombre que
sufre `completa lo que falta a los padecimientos de Cristo´; que en la
dimensión espiritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la
salvación de sus hermanos y hermanas. En el cuerpo de Cristo, que crece
incesantemente desde la cruz del redentor, precisamente el sufrimiento,
penetrado por el espíritu de sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible
y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El
sufrimiento más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia
que transforma las almas… los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento
redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien,
abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas. Por eso, la
Iglesia ve en todos los hermanos y hermanas de Cristo que sufren como un signo
múltiple de su fuerza sobrenatural… El Evangelio del sufrimiento se escribe
continuamente, y continuamente habla con las palabras de esta extraña paradoja.
Los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente en medio de las
debilidad humana. Los que participan de los sufrimientos de Cristo conservan en
sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infinito de la
redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás… La Iglesia
siente la necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la
salvación del mundo” (n.27). La Carta se cierra una vez más con esta paradójica
petición:
“Precisamente a vosotros, que sois débiles,
pedimos que seáis una fuente de fuerza
para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas
del bien y del mal que nos presenta el mundo contemporáneo venza vuestro
sufrimiento en unión con la cruz de Cristo” (n.31). [17]
Arsenio Alonso Rodríguez[18]
[1] Se siguen básicamente dos
de sus primeras obras: Recuperar la
salvación, Madrid 1979 y Creo en Dios Padre, Santander, 1986. Otras obras
posteriores van en la misma línea: El mal
inevitable, en M. Fraijo-J Masia (Ed), Cristianismo
e Ilustración, UPCO, Madrid, 1995, 241-292 y Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Santander,
1997. Ha sido una importante fuente de referencia e inspiración el trabajo
sobre el mismo tema de ALVAREZ ALONSO, Alberto: Tesina: Dios y el sufrimiento en el mundo. Instituto Superior de Ciencias
Religiosas. Universidad Pontificia de Salamanca. Seminario de Oviedo. Curso
1999-2000.
[2] TORRES QUEIRUGA, A.:
Recuperar la salvación, Madrid 1979, 224
[3] ARMENDARIZ,
Luis M.: ¿Puede coexistir Dios y el mal? Una respuesta cristiana. Universidad
de Deusto, Bilbao, 1.998.pp. 28 ss
[4] MUGUERZA,J.: “La
profesión de fe del increyente. Un esbozo de (anti)teodicea”, Iglesia Viva,
nn.175-176 (1995).
1997, p. 313; Cf. SCHILLEBEECKX,E.: Cristo y los
cristianos, Madrid, 1983, p. 818
[6] RUIZ DE LA
PEÑA,J.L.: Creer desde la experiencia del mal y la injusticia. Artículo
publicado en VV.AA.: Creer en tiempos de incertidumbre. Cátedra fe-cultura
.Universidad Pontificia de Salamanca, Instituto Superior de Pastoral.
Salamanca, 1981, pp 29-42. Fue incluido íntegramente como capítulo en el primer
volumen de su tratado de Antropología teológica, Teología de la creación, Sal
Terrae, Santander, 1986, pp 157-174. Posteriormente, en Dios Padre y el dolor
de los hijos, artículo aparecido más de una década después en la revista Sal
terrae LXXXVIII (1994), pp 621- 634 ahonda, enriqueciendo sustancialmente, su
primera aportación. Ver también J.L. RUIZ DE LA PEÑA: Una fe que crea cultura,
pp 311-322, Caparrós Editores, Madrid, 1977. Recopilación de escritos del autor
dispersos por varias publicaciones entre los que se incluyen los dos artículos
arriba citados. Edición de Carlos Díaz.
[9] De modo implícito están actuando en la mente
del teólogo dos verdades nucleares de la fe cristiana: la unicidad y
universalidad salvífica de Cristo y la plenitud y definitividad de la
revelación de Cristo
[10] TORRES QUEIRUGA, A.:
Creo en Dios Padre, Santander, 1989, p. 119 Así piensa el pensador gallego
quien coloca al mismo Ruiz de la Peña como ojo de mira de su crítica.
[11] PANNEMBERG, W.:
Teología sistemática II, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1996,
p.178.El problema no es especulativo sino exigencia interna de la misma vida de
la fe del testigo, que en su misión evangelizadora debe llegar a
todos dando razón de aquello en que cree y espera (1 Pe
3,15: “Dar razón de la esperanza”).
[12] “Israel se mantuvo
como un escatológico “paisaje de `gritos y gemidos´ , un paisaje tejido de
recuerdos y de expectación. Demostró tener escasas dotes para el olvido y, al
mismo tiempo, poca capacidad para la elaboración espontánea, ` idealista´
de sus
desengaños…Podría incluso afirmarse que la `elección´ de Israel, su capacidad
de Dios, se mostraba en esta excepcional especie de incapacidad: en la
incapacidad de hallar consuelo en mitos o en ideas ajenas a la historia. A
esto, precisamente, llamo `pobreza ante Dios´, aquella `pobreza en el espíritu´
que Jesús declaró bienaventurada… Quien oye el mensaje de la resurrección de
Cristo de tal modo que resulta inaudible el grito del crucificado, no está
oyendo el evangelio, sino un mito triunfador… Aletea sobre el cristianismo un
hálito de irreconciliación. Ahuyentarlo no sería expresión de una fe fuerte,
sino de poca fe… Una fe que no cree en sí misma, sino en Dios, ¿no reviste
forzosamente en este mundo la forma de una interpelación en tensa espera a lo
largo del tiempo?...¿No hay tal vez en nuestra espiritualidad cristiana
demasiados cantos y muy pocos gritos, demasiadas aclamaciones jubilosas y muy
poca tristeza, demasiados beneplácitos y muy poca nostalgia, demasiado consuelo
y muy poca hambre de consolación?” (METZ,J.B.: Pasión de Dios, Barcelona, 1992,
pp. 25-27. Cf. ID, El clamor de la tierra. El problema dramático de la
teodicea. Pamplona, 1996; ID, Esperar a pesar de todo, Madrid, 1996.
[13] CONCILIO VATICANO
II: Mensaje de la Iglesia a los hombres de pensamiento y de la ciencia n. 6;
Cf. JUAN PABLO II: Carta Enc. Fides et Ratio
[14] KASPER, W.: El Dios
de Jesucristo, Salamanca, 1990, pp.203-229; 152. De modo esclarecedor Hans KÜNG
hace notar que “el Dios de los filósofos y el Dios de la Biblia no deben
disociarse o armonizarse sin más, sino que el Dios de los filósofos está
superado, esto es, afirmado, negado y trascendido a la vez, en el Dios de la
Biblia” (24 tesis sobre el problema de Dios, Madrid, 1981, p. 120)
[16] “Dios nos prepara
una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia… La expectación de
una tierra nueva no debe agotar, sino más bien estimular, la solicitud por
perfeccionar esta tierra… Por ello, aunque el progreso temporal ha de
distinguirse cuidadosamente del crecimiento del reino de Cristo, sin embargo…
interesa grandemente al reino de Dios” (Concilio Vaticano II, Gadium et Spes,
n. 39, dedicado íntegramente a la nueva creación. Se inserta en el capítulo III
sobre la actividad humana en el mundo, nn. 33-39).A la luz de estas
declaraciones conciliares no se ve cómo no deba entrar el mismo sufrimiento
humano dentro de la actividad humana, es decir, de la obra misma del hombre. Se
observa cómo la actividad humana no es sin más sinónimo de productividad
medible ni visible conforme a los parámetros de utilidad o mercantiles sino que
incluye además la in-utilidad del dolor y sufrimiento como motores
transformadores de la historia del mundo. El Concilio añade que “los buenos
frutos de la naturaleza y de nuestro esfuerzo… volveremos a encontrarlos
finalmente limpios de toda mancha iluminados y transfigurados”(GS n. 39). Los
supuestos antropológicos y cristológicos de la nueva creación, tal y como
aparecen en la Escritura y la fe de la Iglesia, postulan una identidad básica
entre el cosmos
actual y los
cielos y la tierra nuevos. El cómo entender la continuidad aquí afirmada y su
influjo entre “los frutos de nuestro esfuerzo” y el mundo futuro es un asunto
abierto en teología si bien descartando dos posiciones extremas. A saber: a) el
escatologismo radical , patrocinador de una fuga saeculi que rehusa toda
participación en el esfuerzo común por edificar la ciudad terrena. El Concilio
pone en guardia contra esta tentación de evasionismo. Y b) el encarnacionismo
radical, que no distingue sino que identifica progreso temporal y crecimiento
del reino y que sostiene una relación causa-efecto o una correspondencia de
proporción directa entre aquel y éste; ello equivaldría a reverdecer el mito de
la torre de Babel y liquidaría la índole gratuita y trascendente de la
consumación de la historia. (Cf. RUIZ DE LA PEÑA, J.L.: La otra
dimensión. Escatología cristiana. Santander, 1986,
pp.219-226)
[18] Artículos de revistas
El dios inexorable y la
posibilidad del ateísmo. Arsenio Alonso Rodríguez. Studium Ovetense: Revista
del Instituto Superior de Estudios Teológicos del Seminario Metropolitano de
Oviedo, ISSN 0211-0741, Nº. 37, 2009, págs. 133-140
Artículo: Prolegómenos para
un estudio del tema de Dios en la filosofía de La Acción de M. Blondel.Arsenio
Alonso Rodríguez.Studium Ovetense: Revista del Instituto Superior de Estudios
Teológicos del Seminario Metropolitano de Oviedo, ISSN 0211-0741, Nº. 36, 2008,
págs. 35-75
Artículo: Teología,
racionalidad y verdad: Apuntes para un tiempo de crisis.Arsenio Alonso
Rodríguez. Studium Ovetense: Revista del Instituto Superior de Estudios
Teológicos del Seminario Metropolitano de Oviedo, ISSN 0211-0741, Nº. 30, 2002,
págs. 159-170